Decía Aristóteles que <<Somos lo que hacemos día a día, de modo que la excelencia no
es un acto, sino un hábito>>. En este sentido, cabría afirmar que la
felicidad también es un hábito, un hábito que podemos desarrollar y entrenar,
moldear y diseñar. Esto es buena noticia; la mala es que, como todo cambio de hábito,
nos costará modificarlo.
Todos, con mayor o menor éxito, hemos tratado de generar un cambio en
nuestras vidas; seguir una dieta, hacer deporte, dejar de fumar o ponernos a
estudiar. Para cualquiera de estos cambios se necesita una motivación, de la cual
dependerá el éxito o el fracaso de nuestro intento.
En este caso para que la felicidad sea un hábito, precisaremos una
gran motivación para producir ese cambio y qué mejor motivación que ser
conscientes del impacto que generamos en todos los seres que nos rodean. Si
somos felices, estamos haciendo nuestra mayor contribución para que ellos también
lo sean.
Es una regla sencilla y clara, pero en términos psicológicos y
emocionales, en nuestra relación con los demás podría decirse incluso que <<todos damos de lo que
tenemos>>, es decir, que
contagiamos de lo que llevamos dentro.
Piensa en lo que quieres para los tuyos. Deseas motivación, alegría,
sonrisas, felicidad… Pues la mejor forma de contribuir a ellos es cuidándote y lográndolo
tú primero y así después podrás contagiarlo a quienes te rodean: hijos, amigos,
pareja, compañeros… La ciencia nos lo
está demostrando cada día con más contundencia: estamos mucho más conectados
de lo que nos imaginamos y nos influimos los unos a los otros mucho más de lo que
creemos.